Por Marcelo Figueras
Cuando mis abuelos viajaron a Europa, trajeron chucherías a montones. (Les decían souvenirs, para que su frivolidad adquiriese algo de elegancia). La que más me llamó la atención fue un libro de fotos, dedicado a las ruinas de Roma. Tenía su gracia, porque aplicaba una página extra encima de cada foto: un papel transparente, impreso con dibujos de colores que completaban la imagen que se traslucía debajo. De ese modo se percibía la ruina tal como había sido en tiempos imperiales: el Coliseo en su esplendor, el Foro reconstruido; y al desplazar la transparencia, se descubría el sitio raído y roto que existía en la actualidad.
Recordé ese libro el 25 de marzo de 2017, al llegar al predio de lo que me gusta llamar la EX-MA. A media tarde, el cielo imitaba el empapelado de una habitación infantil. (Pensé entonces, de modo inevitable: Como el cielo de aquel mediodía, cuarenta años atrás). Contemplé el edificio y me vino a la mente el souvenir. Yo no estaba viendo la ESMA: estaba viendo la página que el Museo Sitio de Memoria le había echado encima, al intervenir con delicadeza —y así, resignificar— lo que todos consideramos una Casa del Horror. El viejo casino de oficiales estaba cubierto por un caparazón de cristal. Pero esos vidrios, como las páginas del souvenir, tampoco eran transparentes del todo. Los rostros de las víctimas de la ESMA flotaban en ellos, congelados en su juventud.
No tardó en congregarse una muchedumbre. Estábamos allí por la misma razón: homenajear a Rodolfo Walsh a cuarenta años de su caída, en un sitio que, aun resignificado, seguía siendo inmune a la ingenuidad del cielo. Martín Gras fue el encargado de explicar el rol de aquel escenario en el drama. En su condición de secuestrado por un Grupo de Tareas de la ESMA, fue el único civil en ver allí el cuerpo acribillado de Walsh. Lo transportaban sus asesinos de modo atolondrado, conscientes del valor totémico de la víctima. (Aun abatido, Walsh seguía impresionándolos. A uno de los verdugos se le escapó el comentario: Le partimos el pecho con metralla… ¡y el hijo de puta no caía!).
Tiempo después, al encerrarse en un armario en pos de la intimidad que su prisión le negaba, Gras dio con un tesoro: los papeles de Walsh que habían sido secuestrados el 26 de marzo, de su casa de San Vicente. A pesar de las tinieblas, identificó algunos documentos. Copias de la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, críticas formales a la conducción de Montoneros y su última ficción, el cuento Juan se iba por el río. Pudo leerlos, mas no escamotearlos.
Ya somos centenares los reunidos, de pie entre la cristalería y la arboleda. Alentado por el silencio reverente, Gras recuerda que años más tarde se cruzó en Madrid con Lilia Ferreyra, la última compañera de Walsh; y que en un café decimonónico, donde se respiraba franquismo, comprendieron que eran las únicas personas vivas que habían leído ese cuento. Gras no subraya lo que se desprende de la anécdota, porque no hace falta. Todos sabemos que Lilia murió hace dos años, lo cual convierte a Gras en un personaje de Fahrenheit 451: el hombre de cuya memoria depende la perdurabilidad de un hito de la literatura argentina.
A Horacio Verbitsky el recuerdo se le torna difícil. Es el primer sorprendido por ello. Al instante nos sorprendemos los demás, aquellos que lo conocemos un poco. Yo lo considero hecho en pedernal: parco a no ser que la situación demande lo contrario y dueño de un humor astringente, Verbitsky tiene filo por donde se lo aborde. Pero esta vez su socia en el dolor, aquella que se deprimía cada 25 de marzo y lo movía a sostenerla, ya no está. En la ausencia de Lilia, que se suma a la de Rodolfo, ya no hay nadie más para deprimirse por él.
Cae en la cuenta de que tiene veinticinco años más que los que ese hombre llegó a vivir; dice que uno de sus propios hijos ha cumplido ya la edad de Walsh cuando lo asesinaron. Y se quiebra. Aquellos que lo conocemos, lo desconocemos. Las ramas se agitan en lo alto, el espectáculo resulta intolerable. Si Verbitsky flaquea, ¿qué se puede esperar de nosotros? Pero se rehace. Y empieza a hablar de su amigo Rodolfo, de su colega y maestro. De pronto nos parece verlo, la brisa voltea la página transparente y ya no estamos ante la Casa del Horror donde desapareció, sino ante el Walsh que trabajaba contra reloj para completar el cuento y la Carta; el hombre que sabía demasiado y, en plena dictadura, creaba medios de la nada para contarnos lo esencial. (Además de la agencia ANCLA estaba la Cadena Informativa, que terminaba cada parte llamándonos a sentir “la satisfacción moral de un acto de libertad”).
Verbitsky lee esa alocución final, que conserva una vigencia escalofriante: “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo… Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación… DERROTE AL TERROR”. Y aprovecha para subrayar una astucia. Dice que Walsh se empeñaba en llegar a los argentinos del llano. Por eso en aquellos tiempos de la popularidad de Lux (“El jabón que usan nueve de cada diez estrellas”), formuló así su apelación a difundir la información que el régimen censuraba: “Mande copias a sus amigos. Nueve de cada diez las estarán esperando”.
Pero Verbitsky no conjura a Walsh sólo como militante y periodista. Por eso apela al texto que para tantos fue una soga salvadora durante los naufragios de las últimas décadas. Un párrafo que nos mantiene a flote aún hoy: “El campo del intelectual –lee Verbitsky, pero yo oigo la voz calma y vibrante de Walsh– es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante; y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra”.
Podría repasar el listado de cosas que Walsh admitió odiar, cuando se presentía tan cerca de la muerte que no le quedaba tiempo para usar signos de puntuación. (“La traición la estupidez… Los mercenarios… El odio de los oligarcas… Los que matan a la gente los torturadores los farsantes”). Pero elige concentrarse en la lista de lo que amaba, reponiendo el nombre de su compañera, expurgado de algunas ediciones: “Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable…”.
Pienso que, durante años, Lilia fue para mí la señora amable y de ojos claros que presidía el archivo de Ediciones de La Urraca. Hasta que le cayó encima la página transparente que me reveló quién había sido, quién era todavía. Verbitsky lee el último ítem de la lista: “La sumersión en los otros”. “Eso logró Rodolfo”, dice a continuación, y al hacerlo da testimonio de la parábola Walsh: el arco vital que lo llevó de ser un típico intelectual de los ‘50 —individualista medio pelo, habituado a ciertos privilegios— a fundir su destino con el de las víctimas de esta tierra.
La gente se disgrega para visitar las muestras del Museo. Yo me cuelgo viendo la copia de la Carta abierta que atesora una vitrina —esas páginas amarillas escritas a máquina, me cuestiono el origen de cada arruga—, hasta que me distrae una voz conocida. Es Lilia hablando desde un video que recoge su testimonio. Se refiere al cuento secuestrado / desaparecido, en el cual el gaucho Juan Duda rememora los hechos de que ha sido testigo durante el siglo XIX y, cansado mas no vencido, acomete una última aventura: aprovechar la bajante del río y cruzar el lecho a caballo, rumbo a las casitas blancas de Colonia.
El recuerdo de Lilia es tan intenso que me pierdo la segunda vitrina que exhibe esa sala y subo a otros pisos. Hay gente por todas partes: viendo videos, otras vitrinas, leyendo placas. Se habla entre cuchicheos, como si nadie quisiese hollar la evidencia histórica mediante la banalidad de la voz humana. Hay quienes renuncian a completar el circuito. La información ofrecida no es nueva, pero la caja de resonancia que arman esas paredes la torna insoportable. ¿Acaso no hay límites para las perversiones que es capaz de perpetrar nuestra especie?
A último momento, alguien pregunta si vi la reconstrucción del cuento a manos de Lilia. Regreso a las apuradas. La vitrina me inspira ternura: reconozco esa tipografía horrible de las primeras PC, los bordes perforados del papel que alimentaba impresoras. El cuento termina sin que se sepa si Juan llega o no a Colonia. Las perspectivas no son alentadoras, el río regresa y el caballo se traba en el lecho barroso. Lilia contaba que le había preguntado a Walsh si Juan alcanzaba o no la otra orilla. Según ella, Walsh dijo: “No sé. Lo que importa es que lo intentó”. Me cuesta desencallar de esa vitrina y llego tarde al cierre del acto. Verbitsky ya no está deprimido y lo confiesa.
Los aplausos barren la explanada. No se habla más de Walsh, pero tampoco hace falta. Se está hablando del presente: del valioso rol del Museo Sitio de Memoria, de la ofensiva oficial contra la política de Estado en materia de verdad y de justicia. Ignoramos que en los días por venir esa ofensiva recrudecerá, como el río que vuelve: el ministro Bullrich minimizando el Holocausto como simple impericia política, las maestras de la Boca difundiendo un video donde los genocidas son “nuestros héroes”.
Pero, cuando eso ocurra, ya no sorprenderá. No estaremos hablando de Walsh, pero sí haciendo lo de Walsh en nuestra modesta medida. Informándonos y difundiendo información. Pensando largamente. Previendo. Y actuando en consecuencia, porque Walsh era un intelectual y a la vez un hombre de acción. La imagen que proyectamos sobre nosotros mismos para animarnos a ser algo más que una ruina.
Al cabo de cuarenta años de ausencia, estamos en el barro, en mitad de un cauce traicionero. Pero aun así, como el gaucho Juan, vamos a porfiar con el destino. Porque no hay uno solo de nosotros que no quiera llegar, y ante todo ayudar a llegar a otros, al otro lado; y, así, poner buen fin al cuento que los criminales soñaron inconcluso.
MARCELO FIGUERAS es periodista, escritor y guionista. Con Marcelo Piñeyro escribió el guión de Plata quemada (Premio Goya a la mejor película de habla hispana y considerada por Los Ángeles Times como una de las diez mejores películas de 2000). También escribió el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para representarla en el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín). Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, Fierro (primera etapa) y el mensuario Caín del que fue director.