Por María Sonderéguer
Los campos clandestinos de detención y exterminio fueron, en palabras de Pilar Calveiro, el “quirófano” para hacer de Argentina otro país y también el campo de prueba de una sociedad controlada y ordenada: lugares de disciplinamiento, depósitos de cuerpos dóciles a reeducar o arrojar a la muerte. Del dispositivo desaparecedor, la silueta de lxs desaparecidxs es la huella, en tanto vacío, que atenaza los recuerdos y las explicaciones en el presente. Recordatorios, fotos, aproximaciones diversas señalan una ausencia. De ese derecho de muerte se guarda una memoria enlazada en los cuerpos y en el lenguaje. Por la Escuela de Mecánica de la Armada y su principal núcleo, el Casino de Oficiales, pasaron alrededor de 5.000 detenidxs-desaparecidxs que, en su mayoría, continúan desaparecidxs: fueron arrojados vivos al mar en los “traslados”, en los “vuelos de la muerte”. En ese espacio funciona hoy el Museo-Sitio de Memoria que realiza visitas guiadas durante toda la semana y, desde hace tres años, organiza “la visita de las cinco” los últimos sábados de cada mes a las 17hs, en la que, además de lxs guías y el público general participan sobrevivientes e invitadxs. El sábado 28 de julio del 2018 fui invitada a participar de una visita: Ana María Soffiantini, “Rosita”, contaba su historia de amor con Serafín, una historia de amor y resistencia en la Exma. Rosita y Ricardo Coquet se conocieron, se cuidaron, y se amaron en el campo clandestino de detención y exterminio. En la visita del sábado 28 estuvo la hija de ambos, Ana Julia, y también sus hermanos María y Luis, hijos de Rosita y Hugo Onofri, desaparecido en la ESMA. Rosita, sus hijxs y Serafín, relataban una historia de amor. No tengo, no encuentro las palabras para rememorar las suyas ni para transmitir el inmenso cobijo de su historia. Busco un rodeo, intento una reflexión que me permita expresar algo de su sentido, de su triunfo sobre el horror, de su apasionada, amorosa humanidad.
Sabemos cómo, paradójicamente, en la resistencia a la dictadura, fue posible cuajar una repolitización de la maternidad que resignificó sus usos y opuso un contramodelo: la lucha de las Madres de Plaza de Mayo. Con su accionar, las “locas” de la Plaza de Mayo, desestabilizaron las lógicas del poder al colocar las demandas del cuidado en la esfera de lo público. Si el reclamo de cuidado, condensado en la interpelación: “¿usted sabe dónde está su hijo?” se reiteraba cotidianamente en los medios de comunicación como publicidad dictatorial, las Madres de la Plaza resistieron la privatización del cuidado, lo colocaron en el centro de irradiación político simbólica del país con las rondas semanales en Plaza de mayo, y gestaron en la busca de sus hijxs y el reclamo de aparición con vida (“Aparición con vida y juicio y castigo a los culpables”), una demanda cuya resolución solo era posible con la desarticulación del plan sistemático de represión y exterminio. Las consignas de las Madres y del movimiento de derechos humanos y los reclamos de justicia y castigo y también de verdad respecto de los crímenes del terrorismo de Estado ocuparon más tarde, desde los inicios de la postdictadura, un lugar central en la construcción de la institucionalidad democrática
También sabemos cómo, en la última década, en los juicios de lesa humanidad, los testimonios sobre las múltiples formas de violencias de género en las cárceles y en los campos clandestinos, hicieron posible comenzar a pensarlas como un crimen específico, como un delito autónomo diferenciado de los tormentos. Los abusos y las múltiples formas de sometimiento sexual no fueron casos aislados, no fueron hechos eventuales, sino que se trató de prácticas sistemáticas, llevadas a cabo por el Estado, dentro del plan clandestino de represión y exterminio. En el caso de la ESMA, ha sido posible identificar un arco significativo de violencias de género sistemáticas: desnudez forzada, abusos sexuales, violaciones, esclavitud sexual, partos clandestinos, , desmaternalización –las mujeres fueron destituidas de su maternidad– que fueron narradas en los juicios y también en otras narrativas que están en «las fronteras» del testimonio judicial: historias de vida, relatos periodísticos, relatos de no ficción, incluso novelas, que narrativizan distintas modalidades de violencia sexual y de género en los campos clandestinos de detención y exterminio.
Durante la dictadura, la misión que el autodenominado Proceso de Reorganizacion Nacional propuso a las mujeres fueron tanto la crianza y el sostén de lxs hijxs como la educación y la vigilancia “natural” de lxs jóvenes. Interpeladas como madres, amas de casa o maestras, el discurso dictatorial bregaba porque las mujeres ocuparan su lugar “natural” en la familia y en la sociedad. Si en los años sesenta y setenta las luchas sociales y políticas aspiraban a construir una sociedad más igualitaria y cuestionaban el orden vigente, y esas luchas estuvieron signadas por un incremento de la participación de las mujeres en las agrupaciones estudiantiles y en las organizaciones políticas, la respuesta dictatorial construyó prácticas represivas generizadas, gestionó una política de disciplinamiento heteropatriarcal destinada desarticular la puesta en cuestión de las relaciones sexogenéricas generadas por las transformaciones sociopolíticas previas al golpe de estado del 24 de marzo de 1976, y hubo un sesgo diferencial de género en la aplicación del terror. La conjunción entre militarismo y patriarcado se mostró como el camino correcto y espacio restaurador de un “orden” que asignaba a las mujeres un papel de cuidado, de control y de policiamiento familiar.
Hubo múltiples situaciones de exclavitud sexual, abusos, violaciones, en los campos clandestinos, pero estaban prohibidas las relaciones entre compañerxs. Sin embargo, los detenidxs desaparecidxs construyeron diversas estrategias de simulación, de solidaridad, de apoyo, de sostén. Por ello, cuando escucho la historia de Rosita, una historia de amor y resistencia, me quedo pensando cómo, en todo relato, en todo testimonio, se despliega una escena múltiple que enlaza cuerpos, voces, espacios, y que atraviesa el pasado y el presente. De allí su intensa politicidad. En cada recorrido de la visita a la Esma, aquello que elegimos contar, aquello que podemos recordar, organiza un orden de sentidos que vuelve más visibles, o menos, las siluetas. ¿Qué promesa revela el relato de los hechos que el recuerdo selecciona y activa en el testimonio? ¿Quién dice yo? ¿Quién habla? ¿Para quién? ¿Para qué? Si en toda narración podemos distinguir historia de discurso, si no son sólo los hechos referidos los que cuentan sino el modo en que quien narra nos los hace conocer, la alegría, la pasión, el cuidado con que Rosita y Coquet cuentan su historia de amor y resistencia en la Esma, propone una lección y un legado inrrenunciable: Nunca Más.