Por Sebastián Hacher
Los jacarandás sobre la Avenida Libertador están florecidos.
A las cinco de la tarde, el sol les pega de costado y algunos rayos se filtran entre las hojas. Estamos en la entrada de la ex ESMA y nos recibe esa luz cálida, casi de postal. La imagen es idílica y chocante al mismo tiempo.
La primera pregunta es si los lugares pueden escapar de la muerte que los habitó, si el horror de cada uno de sus rincones va a quedarse ahí para siempre o si la luz del sol tiene la potencia suficiente para borrarlo todo.
En la entrada del Casino de Oficiales –lo que fue centro de tortura y hoy es museo– nos reciben los rostros de decenas de desaparecidos. Están sobre planchas transparentes que filtran esa misma luz que vimos afuera. Pero la calidez primaveral de los jardines se pierde ni bien cruzamos el umbral. El anuncio de que tenemos que andar con cuidado sin tocar las paredes ni consumir alimentos nos devuelve a la realidad: –Todo esto es prueba judicial– explica el guía.
La frase funciona como contraseña. La pronuncia y nos atrapa el silencio. Cada marca en el revoque, el suelo debajo de las pasarelas por las que caminamos, los pasillos, las escaleras: todo se llena de una sensación de fragilidad y dolor que tardará varias horas en irse.
La Visita de hoy es un homenaje a Padre Gazzarri.
Vinieron amigos y familiares suyos, compañeros de militancia y de la iglesia donde Pablo fue cura. Uno de los protagonistas de la jornada es el Padre Paco. Si Pablo hubiese sobrevivido seguro trabajarían juntos: Paco es el párroco de la Isla Maciel, pero no hay gesto que delate su condición. Igual que Pablo, trabaja en opción por los pobres.
A Pablo lo secuestraron el 27 de noviembre de 1976.
Tenía 37 años y hacía poco había entrado a la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio. “Predicaban la vida oculta de Jesús: esos treinta años de los que nada se sabe”, explica Paco. Esa vida oculta implicaba conseguir un oficio, trabajar con las manos, hacer de la propia existencia una prédica silenciosa.
Pablo llevó ese mandato hasta el final. Tomó la decisión de entrar en ese camino sabiendo que perdería lo que llamaban “el paraguas protector de la Iglesia”.
Cuando llegamos a Capucha, una especie de altillo donde funcionaban las catacumbas de la ESMA, alguien señala el lugar. Después de que lo secuestraron, Pablo vivió sus últimos días aquí, encerrado en una cucha de madera donde apenas se podía recostar. Tenía puesta una capucha y seguramente estaba engrillado a la pared.
Los relatos coinciden en pintarlo como un tipo jugado, fuerte: se levantaba la capucha para darle ánimo a sus compañeros, intercedía por ellos ante los guardias, guardaba silencio en la tortura. Mientras el capellán intentaba que los secuestrados colaboraran con sus captores, él les daba apoyo espiritual para que resistieran.
¿Qué más pensaría? En Capucha, por ejemplo, hay muy pocas ventanas. ¿Habrá desafiado a los guardias asomándose a ver qué había del otro lado? ¿Se habrá aferrado a los pocos rayos de sol que entran poco antes del atardecer? ¿Habrá tenido la oportunidad de verlos? Y sí los vio, ¿cómo los habrá leído? ¿Supo Pablo que en la avenida, mientras él estaba siendo torturado, las flores violetas tapaban las veredas? En una de las paredes un cartel explica que los secuestrados pasaban la mayoría del tiempo con la capucha puesta y engrillados. Los miércoles los hacían formar en fila y muchos eran “trasladados”. Así les decían a los vuelos de la muerte.
A principios de 1977 a Pablo lo trasladaron. El sótano ahora está distinto, pero a él lo bajaron por la escalera que luego escondieron cuando llegó la visita de la Comisión Interamericana. Lo llevaron con los ojos vendados, eso es seguro. En la entrada al sótano quizás se golpeó con la viga del techo. Todos los sobrevivientes que pasaron por allí tienen el mismo recuerdo: el golpe seco en medio de la frente, la risa de los secuestradores. A los militares les parecía gracioso no avisarles que la tenían en frente.
Después, venía la inyección. Ya dopados, los sacaban por la “Avenida de la Felicidad”: el pasillo entre las salas de tortura.
–Lo vamos a trasladar a un penal del sur– les decían a los detenidos.
¿Le habrán dicho eso mismo a Pablo? ¿Les habrá creído? Nunca sus verdugos contaron cuáles fueron sus últimas palabras.
¿Habrá podido salir caminando o lo tuvieron que sacar a la rastra, debilitado por el cautiverio y la anestesia? ¿Se habrá podido correr la capucha en el último minuto? ¿Sintió los rayos del sol sobre el rostro? ¿Pudo aunque sea pispear los jacarandás florecidos? A lo largo del recorrido quienes compartieron tiempo con él cuentan historias. Las misiones pastorales, los actos de arrojo, su orgullo de ser militante. En ese mismo sótano donde empezó el asesinato, una mujer cuenta una anécdota que lo termina de pintar. Ella tenía 18 años y había quedado embarazada. La chica vivía en la clandestinidad junto a su novio. Le pidieron consejo a Pablo, que era su compañero de militancia.
–Tenemos que ser responsables de nuestros actosdijo él.
El casamiento se organizó en total secreto. Los invitados, la familia, los testigos, incluso los propios novios no conocían el lugar donde se hacía la ceremonia.
El horror habita en los detalles. El amor también. Pablo tenía claro eso.
Por eso nunca pudieron vencerlo.
SEBASTIÁN HACHER es periodista y editor de Cosecha Roja. Escribió los libros Gauchito Gil (2008), Sangre Salada (2011) y Cómo enterrar a un padre desaparecido (2012). Fue jefe de redacción de Infojus Noticias . Escribió en diversos medios: Revista Anfibia, SOHO, Brando, Revista THC, Rumbos, Soy (Página/12), Tiempo Argentino, entre otros. Ganó la Beca de Investigación Periodística de Avina y el primer premio en la Bienal de Arte de Cuenca junto con la Cooperativa Sub. En la actualidad da clases en la carrera de Escritura Creativa de la Universidad Nacional de las Artes.