“Vi algo: lo justo era contarlo”: historia de la mujer que a los 11 años vio a una encapuchada
Andrea Krichmar era amiga de Berenice Chamorro, la hija del director de la ESMA en plena dictadura. Según el Museo Sitio de Memoria que funciona en ese predio, su testimonio espontáneo ante la Conadep es el único que no vino ni de una víctima ni de un victimario de ese centro clandestino.
Andrea Krichmar está parada en uno de los salones del Casino de Oficiales de lo que era la Escuela Superior de Mecánica de la Armada y ahora es el Museo Sitio de Memoria ESMA. Detrás suyo, el rincón en el que funcionaba la barra en la que los oficiales conseguían algún trago, iluminados por dicroicas que ya no están, y la Avenida Del Libertador. Delante suyo, la puerta-ventana que señala con certeza. Ahora está tapiada y allí se proyecta una imagen que dice que la última dictadura duró 2.818 días. Más adelante, cerca, el Río de la Plata.
“Yo estaba acá y desde acá vi”.
No sabe, no se acuerda, qué día de todos los que tuvo la primavera de 1976 estuvo delante de esa ventana y vio. “Pero sí puedo cerrar mis ojos y volver a ver todo casi en su nitidez original. Es como indeleble”, define.
– ¿Qué viste?
– Ese día vi varias cosas, un compilado tan impactante que sigue siendo imborrable. Pero lo más contundente que vi fue a través de esta ventana. Vi cómo detenían un auto, se bajaban dos hombres con armas muy grandes, muy largas. Vi cómo abrían la puerta del auto y bajaban a una mujer que tenía una capucha en la cabeza y cadenas en sus manos y en sus piernas. Eso fue algo… una imagen fotográfica que quedó ahí por años hasta que algún día, armando el rompecabezas, entendí qué era lo que significaba.
Ese día sin anclaje en el almanaque Andrea Krichmar tenía 11 años y una amiga que explicaba su presencia en ese edificio: Berenice Chamorro era la hija de Rubén Chamorro, en ese entonces vicealmirante de la Armada y director de la ESMA. Después, se sabría que Chamorro fue la persona a la que el dictador Emilio Eduardo Massera puso a cargo del grupo de tareas 3.3.2, y que a la vez él delegó el funcionamiento cotidiano de esa unidad dedicada al terrorismo de Estado en Jorge “Tigre” Acosta.
– ¿Cómo era tu vida en ese momento?
– Yo iba a una escuela municipal de Caballito. Tenía mis amigas del colegio y entre ellas estaba Berenice, que era con la que más confianza teníamos. Yo no iba a ningún club, no hacía ninguna actividad extraescolar. Era una vida muy tranquila pero sí tenía una vida intensa con mis amistades de la escuela. Por eso fue tan normal que cuando surgió la invitación de ir a pasar el día con ella mi mamá no tuviera ningún problema en dejarme ir.
Ni mi familia ni yo sabíamos nada sobre quién era Chamorro en realidad. Sí que era un militar. Porque sabíamos que Berenice había hecho primero, segundo y tercer grado conmigo, y en cuarto y quinto ellos se fueron a Newport para que él recibiera la instrucción de lo que después sería el Plan Cóndor. Era para que él pudiera capacitarse, si querés llamarlo de alguna manera, para después hacer lo que vino a hacer.
Cuando Andrea pidió permiso para ir a pasar el día con Berenice, lo único que le exigió su madre fue que llevara un saquito.
– Yo no quería llevarlo, tener algo en la mano, entonces mi vieja me dio una carterita azul y yo a presión metí ese saquito ahí. Apenas llegué, Chamorro me preguntó: “¿Qué tenés ahí?”. Le dije que un saquito, y me acuerdo de su insistencia y del momento en el que tuve que terminar abriendo la cartera para que él viera que había un saquito y nada más.
– ¿Y cuál fue tu primera impresión cuando viste el lugar en el que estabas?
-Era majestuoso, muy formal. Los mozos tenían guantes blancos. Todo me parecía enorme. Fue una de las pocas veces que vi, cuando era chica, la botellita chiquita de vidrio de Coca Cola: venían y te la destapaban esos mozos. Y para agasajarnos, nos prepararon la película Drácula en Súper 8. Era raro para una niña de 11 años en ese momento, daba demasiado miedo.
“Acá nos proyectaron la película. Sobre una pantalla colgada de ese clavito”. Andrea señala una pared del ex Casino de Oficiales: el clavito sigue ahí, donde lo recuerda 45 años después. Ahora que este edificio es un museo que depende de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, la pared con el clavito pertenece al sector “Los Almirantes”, donde las máximas autoridades de la entonces Escuela Superior de Mecánica de la Armada tenían su lugar de residencia.
“Estábamos en el salón donde vimos la película y Berenice me dijo ‘vení que te muestro algo’. Me trajo acá, a la habitación de su papá y me mostró. Abrió el placard y había armas largas. Una pistola sobre una cómoda o una mesa de luz. Una granada debajo de la almohada”. En la habitación que fue de Chamorro ahora hay un placard empotrado a la pared, vacío y viejo, y pintura descascarada: este edificio es, además de un museo, una prueba judicial. No se le pueden hacer modificaciones.
– ¿Te acordás de qué sentiste o qué pensaste cuando viste a la mujer encapuchada y encadenada por la ventana?
– Fue realmente impactante. La tenía a Berenice al lado, y le pregunté: “¿Qué pasa?”. En esa época existía esta serie S.W.A.T., y ella era fanática. De hecho teníamos un momento bastante habitual en el aula: Berenice se ponía del lado de afuera de la puerta, la golpeaba, entraba, rodaba por el piso como si fuera cana y apuntaba. Y todas arengábamos y cantábamos la canción de la serie.
Ese día ella me dijo: “¿Viste como hacen en S.W.A.T., que persiguen a la gente en patrullas? Bueno, algo parecido”. Esa respuesta me da a entender que ella estaba informada de que su papá se ocupaba de, no sé, según ella, que era una niña de 11, ¿capturar a los malos? Berenice me describió lo que vi como un hecho de la realidad, sin ponerle una connotación personal.
– ¿Qué hiciste en ese momento con lo que viste?
– Al volver a mi casa nunca más hablé. Todo eso quedó como en una nebulosa. Y a los 15 yo me puse de novia con Alejandro, el papá de mis hijos, que venía de una familia de izquierda, con un registro de la realidad que mi familia no tenía. Entonces se lo cuento a él, que fue la primera persona en saber, y a la vez empezaban a aparecer los relatos de las víctimas, se empezó a decir que durante el Mundial a pocos metros de la cancha había secuestros y torturas, y ahí empecé a sentir que eso que yo había visto era un secuestro. Mi próximo recuerdo es la convocatoria que hacía la Conadep para que se presentaran testigos, durante meses y meses por televisión, y yo pensando “¿para qué voy a ir?”.
El edificio de la ESMA fue modificado para despistar a la misión que envió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979 para constatar las denuncias sobre tortura y desaparición / Leo Vaca
– ¿Por qué te hacías esa pregunta?
– Porque para mí ir a declarar era decir “tal día, a tal hora, vi tal cosa, puedo dar tal nombre”. Pensaba que sin saber qué fecha, qué persona, a qué hora… no tenía sentido. Pero a la vez estaba fijado en mí esto de, aunque parezca un lugar común, poner mi granito de arena.
Entonces dije: “A lo mejor sirve”.
Andrea era maestra en un jardín de infantes de Villa Lynch, vivía en la casa de siempre de Parque Centenario con su mamá y sus hermanos, y preparaba un viaje en auto a Brasil con Alejandro, su novio. La democracia apenas despuntaba.
– Había ido con Alejandro al centro a hacer hacer unos trámites para salir del país con el auto. Pasamos por la calle Sarmiento, por la entrada del Teatro San Martín, y ahí estaba la Conadep tomando testimonio. Yo tenía muy presente que era ahí porque la propaganda era constante en la tele. Y dijimos, “bueno, ya estamos acá”. Resultó que era el último día que tomaban testimonio: después sentí que la vida me había acercado hasta ahí mágicamente.
Entramos, saqué un número y pensé que no iba a ser fácil estar ahí. Lo sentía adentro del cuerpo. Así que me acerqué a la chica que atendía y le dije: “Mirá, yo tengo algo para decir que es muy cortito; si sirve me quedo, si no, te pido que me dejes ir porque esto yo no me lo banco”. Le conté eso que había visto: la mujer encapuchada y encadenada que bajaban del auto y llevaban a un subsuelo en la ESMA.
Me acuerdo que la chica sube una escalera y a los dos minutos baja con cuatro tipos que venían con la cabeza como los perritos de los taxis, mirando para todos lados, como con miedo a que me hubiera ido. Entonces me hacen pasar a una oficina sin esperar y se me sientan alrededor para que yo cuente. Lo primero que dijeron fue: “Nosotros somos el equipo que está trabajando para demostrar que en la ESMA funcionó un campo de concentración; con este dicho tuyo corroborás que todo lo que estamos haciendo acá es cierto, podríamos descorchar un champagne si lo tuviéramos, porque es enorme este aporte”. Y ahí me explica Simón Lázara, que fue un socialista bastante conocido, que para la ley un niño es objetivo e irrefutable.
Nunca volví a sentir lo que sentí cuando salí de ahí y caminaba por Corrientes: era como levitar. Sentí que había servido, que había sido útil. Fue uno de los hechos que marcó mi vida a fuego.
Después de contar ante abogados de la Conadep lo que había visto casi diez años antes por una ventana de la ESMA y después de levitar por Corrientes, Andrea contó en su casa lo que había visto y lo que había hecho con lo que había visto. “Se armó un quilombo en mi familia… Le decían a mi novio ‘¿Alejandro, cómo no la paraste?’ y él estaba muy orgulloso de su pareja. Empezaron a hablar en código por si teníamos los teléfonos pinchados. En ese momento mi hermano se había ido a la colimba y estaban todos re paranoicos de que por mi apellido, encima judío, la represalia de los milicos iba a venir ese lado. Con el tiempo se fueron aplacando las cosas”, se acuerda Krichmar, que vivió en Italia, en España, en Estados Unidos, en Brasil y, ahora, en Floresta.
Todavía vivía en Parque Patricios cuando su mamá atendió el teléfono de esa casa. Enseguida llamó a Andrea a la colonia de vacaciones de Villa Lynch en la que trabajaba. “Tenés que venir ya para acá, vino la Policía, tenés una citación para declarar ante el Juzgado Militar”, dijo su mamá. “En la colonia tenía un compañero militante: él me sugirió ir a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, que quedaba en Callao al 300. Me recibieron Simón Lázara y Graciela Fernández Meijide”, se acuerda Andrea ahora, a pocas cuadras de la ventana por la que vio lo que vio y delante de un café con leche que pidió “en taza bien caliente”.
– Los milicos tenían derecho a rectificar o ratificar lo que informaba el Nunca más. En ese contexto me hicieron ir a un Juzgado Militar que ya no existe más, en Ugarteche y Las Heras. Si ellos demostraban que yo mentía, Chamorro y toda la fuerza me podían hacer juicio.
Fui con un abogado de la familia, mi papá y Alejandro. Yo tenía 19 ó 20. Me hicieron apoyar la mano sobre el Código Militar, diciéndome todas las penas que tendría si fuera falso testimonio. Me preguntaron cosas como “usted dice que la chica que vio estaba encadenada, ¿de cuántos centímetros eran las cadenas?” o “el pelo largo no significa que sí o sí fuera una mujer, ¿cómo sabe que era una mujer?”. Según supe, de Capital llamaron a declarar sólo a tres personas. Eso me sirvió para saber que en los milicos mi declaración también tenía un gran impacto.
Esa fue su primera declaración ante un tribunal. Después llegaría la segunda: el fiscal Julio César Strassera, que encabezó la acusación a la cúpula militar durante el Juicio a las Juntas, puso su nombre en la lista de testigos que citaría.
– ¿Qué recordás de ese día?
– Ese día fue un flash. Eterno. Nos pusieron a todos los que teníamos que declarar en un cuartito de los Tribunales de Lavalle. Yo me pasé el día sintiendo que estaba por hacer lo correcto. Muchas personas me dijeron que era algo valiente pero para mí era simplemente lo correcto: contar lo que había visto. Valientes eran las víctimas que habían pasado por todo eso. Lo que sí disfruto mucho de haber dado ese testimonio es que mis hijos sienten orgullo: les parezco un ejemplo y eso para mí ya alcanza.
El día de la declaración se me hizo largo. Y finalmente cuando me estaba por tocar a mí, me sientan en una silla y desde ahí escucho que Strassera pide la pena máxima para todos. “Con lo dicho hasta el momento pedimos la pena máxima”, escuché que dijo. Esperé sentadita en la puerta y de repente me meten. No estaban los acusados, pero aún así tenía un poco de cagadón. Fue un día largo, por momentos nada agradable, pero sentía que ya esa declaración y que mi testimonio estuviera en el Nunca más era misión cumplida.
El testimonio de Andrea Krichmar es el legajo 5.012 del informe que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas a pedido del entonces Presidente Raúl Alfonsín. Ese informe se editó en el libro Nunca más, que lleva vendidos más de 400.000 ejemplares desde 1984 hasta hoy: ese año, el de su lanzamiento, hubo cuatro tiradas de 40.000 ejemplares cada una. Según Gonzálo Álvarez, presidente de Eudeba, la venta se sostiene a lo largo de los años y es más comprado por lectores directos que por instituciones.En su declaración, Andrea contó esa imagen que le resulta indeleble casi medio siglo después: “Hallándome en una sala de juegos donde había una mesa de billar, pude ver a través de una ventana una mujer encapuchada y encadenada de pies y manos, que era descendida de un Ford Falcon. Estaba acompañada por dos hombres; no puedo recordar cómo estaban vestidos, creo que de civil. Sí recuerdo que estaban armados”, dice el informe.
“Sé que nunca voy a saber. Tengo que aceptar que ya no puedo poner más luz sobre esos hechos. En un punto lo tomé como una forma de simbolizar a todos los desaparecidos en ella”, dice Krichmar sobre la mujer a la que nunca pudo ponerle nombre. / Leo Vaca
– ¿Qué pensaste sobre Berenice en todos estos años?
– Yo creo que ella era una víctima. Hay que tener una fortaleza tremenda para enterarte de que tu papá hizo todo lo que hizo. Aunque te quieras enterar del 25% o del 1% de lo que hizo, es insoportable… No era un tipo que recibía órdenes. Eran todos unos mierdas, pero algunos tenían perfil más alto.
Berenice era mi amiga del alma, estábamos mucho tiempo juntas. Cuando ella se fue de viaje a Estados Unidos nos escribíamos cartas. Durante muchos años pensé si ella me hubiera… no sé si apoyado pero sí aceptado lo que yo había hecho, mi declaración. Pensé mucho en qué lugar habría tomado ella ante todo lo que pasó.
Después de este período de la ESMA ellos se van a Sudáfrica (N.de la R.: Chamorro fue enviado a ese país como parte de la Agregaduría Naval de la embajada, junto a Jorge “Tigre” Acosta y a Alfredo Astiz). A la altura del secundario Berenice vuelve y ahí intenté encontrarnos… Nos vimos en un café, y en esa época ya se había convertido en alguien muy diferente, con mucha ausencia. Imaginate la violencia que vivió en esa familia. Sentí que ya no era ella. Se la veía mal. Por ahí ahora uno sabe más y puede suponer que era una depresión. Teníamos dos vibras diferentes y a partir de ahí no nos vimos más. Yo seguí mi vida, ella siguió la de ella. Hace un tiempo me enteré de que ella había muerto. Se habló de un suicidio y también de un ataque de epilepsia.
En algún momento, alguien me contactó y me dijo que habían trabajado juntas como maestras jardineras en La Plata, y que Berenice se había rebelado de alguna manera. Me hizo entender que Berenice no se hubiera enojado o enemistado conmigo.
– ¿Te pesó mucho la pregunta sobre cómo lo hubiera tomado?
– Sí. Desde que sé que está muerta es contrafáctico pensarlo. Pero fue muy pesado. Eso pesó y también la sensación desgarradora, cada 24 de marzo, de no saber quién de todas esas fotos en blanco y negro había sido la mujer que yo había visto. No saber quién era, qué le habían hecho, que no hubiera una respuesta sobre si estaba viva o muerta. Siempre quise encontrar a esa persona.
– Vos también tenés una desaparecida, y no sabés quién es.
– Yo vi a una persona encapuchada. Pelo largo. He estado atenta a las declaraciones de mujeres que estuvieron en la ESMA en la época en la que yo estuve. Les he escrito a algunas ex detenidas, y me encuentro con que todas conocen mi historia: la de la mujer que declaró lo que vio a los 11 años. Todas me van diciendo “no soy yo”. Sé que nunca voy a saber. Tengo que aceptar que ya no puedo poner más luz sobre esos hechos. En un punto lo tomé como una forma de simbolizar a todos los desaparecidos en ella.
Cerca del clavito del que colgaron la tela para proyectarle Drácula en Súper 8 hace 45 años, un televisor de pantalla plana reproduce en loop el testimonio de Andrea Krichmar en el Juicio a las Juntas. El juez León Arslanián le pregunta qué vio, y Andrea responde: la ventana, la mujer encapuchada y encadenada, el auto, los hombres armados, la ESMA. La defensa de la cúpula militar se abstiene de hacer preguntas, los fiscales Strassera y Luis Moreno Ocampo, también.
“Fue la única testigo del juicio que no era ni víctima ni victimario. Se presentó espontáneamente: nadie sabía lo que ella había visto”, dice Alejandra Naftal, directora del Museo Sitio de Memoria ESMA, en una visita guiada por este edificio que fue centro clandestino de detención y que ahora es prueba judicial.
– Yo sigo pensando que hice lo correcto. Vi algo. Lo justo era contarlo.