Por Cecilia Sosa
26 de noviembre de 2017. Día gris. Llueve. Dejo a mi hijo de casi dos años al cuidado de unos amigos en el Centro Cultural Conti y apuro el paso por las calles desiertas de la ex ESMA; una ciudad en miniatura de 170 mil metros cuadrados y 45 edificios, escondida en uno de los barrios más caros de Buenos Aires. Desoyendo pronósticos, el público se aglutina en la entrada del antiguo Casino de Oficiales. El predio fue recuperado como espacio de memoria en 2014 y el sitio reinaugurado como flamante Museo Sitio de Memoria ESMA en mayo de 2015. En años de investigar sobre afectos y duelo en la posdictadura, nunca había visto el espacio tan concurrido. De los más de 700 lugares de detención clandestina que existieron en el país, el Casino de Oficiales es el más grande. Por allí circularon más de 5000 detenidos-desaparecidos, la mayoría, parte de los “vuelos de la muerte”.
Paso casi sin ver por debajo de los paneles de vidrio que llevan los rostros de los detenidos para ingresar al hall principal. Sueltos o en grupos, los asistentes se refugian de la lluvia, intentando entrar en calor en ese otoño inesperado de fines de noviembre. La ocasión es una de las iniciativas más creativas organizadas por la gestión de Alejandra Naftal y su equipo de especialistas: “La Visita de las Cinco”. Una visita o, mejor, una intervención. A la misma hora y el último sábado de cada mes, un selecto grupo de invitados son convocados para guiar el recorrido junto a los que quieran sumarse. La convocatoria parece animada por designios derridianos: una cita para agitar espectros y mostrar cómo los fantasmas del pasado nunca se conjuran por completo.
Para esta edición, las invitadas son Andrea Bello, sobreviviente de la ESMA devenida en productora de cine y televisión, y trabajando ahora en un documental sobre la Operación Cóndor. La acompaña Belela Herrera, socióloga uruguaya y testigo en los juicios sobre el Plan Cóndor en Argentina. Belela también trabajó en el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y fue vicecanciller uruguaya entre 2005 y 2008.
Los antecedentes de la dupla anticipan el tema de la visita: la Operación Cóndor; es decir, la coordinación de la operación represiva del Cono Sur para eliminar a los principales cuadros políticos de las organizaciones populares de la región.
Presentaciones hechas, Bello recuerda a los asistentes que el día anterior se cumplieron 41 años de la reunión de las cúpulas de los servicios de inteligencia en Santiago de Chile que marcaría el inicio del Plan Cóndor. “La fecha es sumamente significativa. La firma del acta de coordinación represiva coincidió con el cumpleaños del dictador Pinochet. Los chilenos dicen que fue un regalo de su servicio de inteligencia”, agrega con ironía.
En el reparto, la Argentina recibió una distinción dudosa: Cóndor 1, penoso título que ubica a la ESMA como destino de la avanzada represiva. “Lo que sucedió en este lugar es algo con lo que no podemos reconciliarnos”, sentencia Bello. Herrera también señala su vinculación personal con la desaparición. En 1973 trabajaba en el ACNUR intentando que el Gobierno chileno abriera refugios para las cerca de diez mil personas perseguidas y denunciadas en aquel momento. Fue entonces cuando una mujer –“chiquita y bajita”, tal como recuerda Belela–, llegó a su oficina. Enarbolando una foto, dijo en portugués: “Éste es mi hijo Tulio Quintiliano Cardoso, quiero saber dónde está”. Casi sin querer, la socióloga uruguaya levanta el brazo repitiendo el gesto de la mujer que, según cuenta, volvió todos los días a hacer oír su reclamo. También ella, chiquita y bajita, hace sentir su presencia intensa a más de cuatro décadas de distancia. “Así supimos de golpe qué era esa detestable palabra de un detenido-desaparecido”, dice Belela. “Cuento esto porque me abrió una llaga en mi corazón”.
Ecos de esa llaga circulan entre los allí reunidos y nos acompañan durante el inicio del recorrido. La circulación por el interior el edificio es lenta, casi trabajosa. Nuestros cuerpos se disputan sordamente el espacio, rozándose al final de cada pasillo o en el descanso de una escalera.
Naftal recordará más tarde que esa cercanía física también evoca la macabra convivencia entre represores y cautivos que sucedía de manera cotidiana cuando el sitio funcionaba como centro de detención. Conociendo los hechos no puedo evitar un escalofrío. La memoria corporal, aun “vicaria” o implantada (no fui yo la que estuvo aquí detenida), es más efectiva que muchos papers académicos.
Mientras avanzamos por las distintas estaciones, recuerdo que la artista visual norteamericana Laurie Beth Clark invita a pensar los sitios de memoria como espacios teatrales. Sostiene que los espacios traumáticos funcionan como espejos invertidos de lo real donde los dramas de la vida pública se recrean en otra escala. ¿Cuáles serán los dramas contemporáneos evocados por estos pasillos opresivos, casi asfixiantes? Sala de embarazadas, capucha, capuchita, pañol, serapeum, sótano. ¿De qué manera los nombres del espanto podrían dar una respuesta a esa llaga abierta en el corazón, como decía Belela? El día es gris y las preguntas se acumulan oscuras y melancólicas, hasta remotas.
Nos deslizamos en silencio por las salas a través de plataformas de madera lustradas que parecen ahogar los ruidos. Siento que casi no tocamos el piso: estamos literalmente suspendidos entre temporalidades disímiles. Después de todo, los espacios de memoria son precisamente eso: puentes entre los que están y los que ya no; escenarios del duelo público. Dejo que el edificio –su estructura material, su puesta escénica–, cobre protagonismo. El viejo casino emerge entonces como espacio marcado, protegido. Cada grieta, cada pequeña hendidura en sus muros ha adquirido poder de evidencia, material sensible capaz de desencadenar recuerdos y alentar nuevos alegatos en los juicios. De hecho, fue ese valor testimonial el que orientó y definió toda la práctica curatorial. El esfuerzo se hace evidente al ingresar a cada sala.
Plataformas desmontables, decks, transparencias, vidrio: proteger sin marcar. Hasta las refacciones de baños y lockers respondieron a la necesidad de cuidar ese carácter testimonial. La instalación final combina testimonio y un descomunal trabajo de investigación. Intervenido por pantallas, hologramas y series de luces y sonidos, el viejo casino se ha transformado en una instalación gigante, virtual; casi una obra unplugged. El diseño museográfico funciona como un dispositivo inteligente que se desmantela con un soplido. Al desconectarlo, el edificio reaparece completamente vacío, inmaculado, intacto, en las mismas condiciones en las que fue encontrado en marzo de 2004, cuando fue recuperado para la sociedad civil.
Tal vez por eso sus detractores más necios se animaron a censurar la propuesta del espacio como “un show de luces”. En algún sentido, la puesta museográfica podría pensarse como un acto de magia1.
Nos detenemos frente a las vitrinas de las salas del primer piso. Una serie de audios reviven los testimonios en los juicios. En este punto, la Operación Cóndor como operación represiva ha perdido su carácter abstracto, o declarativo, para enlazarse y anudarse al caso singular, propiciando la emergencia de zonas de intimidad que dan fuerza vivencial al conjunto. “Algunos de los detenidos en la Operación Cóndor eran chicos”, señala Belela.
Un 23 de diciembre de 1976 dos hermanos de cuatro y un año y medio fueron abandonados en una plaza. “Una patota había matado a sus padres en Orletti y los chiquitos fueron llevados a Uruguay”, cuenta la ex comisionada del ACNUR. El silencio es helado. La electricidad que recorre nuestros cuerpos parece confirmar cómo la memoria traumática tiene el poder de exceder y desbordar a sus portadores originales para circular entre audiencias nuevas.
Casi por contagio. Miro los rostros a mi alrededor. Parecen cubiertos por una gravedad nueva. Se me ocurre que tal vez ése sea el verdadero poder de estas visitas: mostrar cómo los contornos emocionales de la pérdida pueden moldearse, rearmarse y reinscribirse de manera colectiva. Mostrarnos cómo aquello que se entiende como el “trabajo” de la memoria está inevitablemente atravesado por formas de contar, hacer y sentir que tienen lugar en el presente.
La Visita llega a destino. Como es habitual, la última estación es el Salón Dorado, la extensísima habitación de la planta baja donde los altos mandos de la Armada liderados por Jorge “Tigre” Acosta resolvían futuras incursiones y traslados, aquel estremecedor eufemismo para los vuelos de la muerte. “En tiempos difíciles en los que hasta nos cuestionan el número de víctimas, para los que vivimos el horror sabemos que los daños fueron mucho más extensos que un número”, dice Bello. Sentados en sillas plegables, asistimos a la proyección que muestra los resultados de los juicios. “CONDENADOS”, se lee una y otra vez sobre las paredes desnudas.
La inscripción material de la palabra, la sucesión de nombres, el trazo grueso de esas letras negras e inmensas tienen carácter expiatorio. Cuando las cortinas se abren, nos miramos unos a otros como salidos de un sueño. La palabra de Bello ayuda a encontrar nuevo asidero. Los juicios, únicos en el mundo, permitieron “transformar el dolor en acusación”. “Si algo nos permitió mantener la cordura fue la solidaridad; los pequeños actos de resistencia que tuvieron lugar aquí adentro”, dice. “Hay que celebrar y reconocer la persistencia de nuestro pueblo”, concluye.
El aplauso anuncia que el final de la Visita está cerca. Salgo del edificio ansiosa por reencontrarme con mi hijo. Sin embargo, las imágenes de la Visita se suceden intensas, bulliciosas. Una convicción íntima, casi física, comienza a atraparme: la experiencia que acabo de vivir tuvo algo de reparatoria. Se trata de una forma de reparación que excede completamente lo legal: algo que se sucedió en el encuentro con desconocidos, un encuentro del orden del acontecimiento donde algo del dolor, algo de esa llaga como la nombraba Belela, pareció ser atendido.
La experiencia me ayudó a confirmar cómo sólo en el ser-con otros es posible abrir una ventana para revisar la historia; la oportunidad para recrear un nuevo relato y volver a inscribirlo de manera colectiva. Las estaciones del recorrido son escenarios que revelan hasta qué punto el duelo, lejos de haber quedado circunscripto a sus “afectados directos”, ha circulado y se ha propagado entre audiencias nuevas. Ese es, quizá, el gran teatro que rodea la Visita: una experiencia, acaso una performance, donde el duelo se hace propio.
Miro atrás una vez más. Las fotos translúcidas de los que allí estuvieron me auscultan a modo de despedida.
Sus rostros parecen cambiados. Esa piel de cristal que los fija en lo alto habla de una precariedad nueva, una sensación de vulnerabilidad que ahora también está del lado de los visitantes, del lado nuestro, y que señala una responsabilidad en común. Así, nos invitan a imaginar formas de estar juntos después de la pérdida.
Encuentro a León sonriente, chapoteando en los charcos que dejó la lluvia. Empieza a salir el sol.
CECILIA SOSA es investigadora adjunta de Conicet, Instituto de Arte y Cultura de la Universidad Nacional Tres de Febrero. Como periodista cultural del suplemento Radar de Página 12, recibió una beca Chevening para realizar estudios de posgrado en Inglaterra. Se doctoró en Drama en Queen Mary (Universidad de Londres) y su tesis fue premiada por la Asociación de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda y publicada como libro, Queering Acts of Mourning in the Aftermath of Argentina´s Dictatorship. The Performances of Blood (Tamesis, 2014). Su investigación combina los estudios performance y los de afectos para analizar la experiencia de duelo en la Argentina. Es autora de dossiers sobre cine y teatro contemporáneo, y artículos sobre arte y memoria en revistas internacionales.