Por Diego Golombek
Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.
Raúl González Tuñón, La luna con gatillo.
¿Cómo contar lo que no se puede contar?
Contándolo.
¿Y cómo mostrar lo que no se puede mostrar?
Mostrándolo.
De eso se trata La Visita de las Cinco: juntar coraje, juntar memoria y ponerse ojos de testigo de lo que no se debe, no se puede ocultar ni olvidar. Allá vamos, con el alma henchida de frío por dentro y por fuera, mientras se van juntando muchos otros ojos y oídos que quieren –necesitan– compartir este pedazo de historia que supimos conseguir.
Hay camperas, sobretodos, pañuelos blancos, bastones; asoman los primeros humedales en los ojos mientras nos juntamos todos en el parque, frente a esto: el Sitio. Nunca mejor puesto el nombre: es un Sitio, un lugar que se nos clava en el hipotálamo para gritar que sí, que pasó todo esto, y que pasó aquí mismo, mientras por las avenidas corren los mismos colectivos que entonces, enfrente está la misma escuela, en los árboles anidan las mismas cotorras (o las hijas de las hijas de las hijas, que es lo mismo).
Como toda Visita de las Cinco, ésta es especial: nos guían –además de los muy jóvenes cicerones que ayudan a desentrañar los secretos a gritos de pasillos y guaridas– protagonistas, actores muy cercanos del horror que se vivió en este cemento, que ayudan a humanizar historias que en principio parecen tan imposibles, tan poco humanas, tan lejos del supuesto honor militar, tan cerca de esos rostros que nos miran desde una vitrina que rodea al Sitio sin tocarlo. Allí, en esos rostros, hay bigotes de otra época, peinados que nos suenan a fotografías en sepia y, sobre todo, ojos que nos miran desde el pasado, desde lo que fue su presente arrancado a mordidas rabiosas, en un vidrio que no toca el edificio, como una sutil reparación que les permite, por fin, irse del Sitio, rodearlo como guardianes y eternos testigos.
Así, la Visita se dedica a una fecha especial: rememorar la identificación de los restos del “grupo de la Santa Cruz”, las madres y religiosos que se reunían en la iglesia para tratar de entender qué pasaba y dónde estaban sus hijos, que necesitaban contar al mundo el terror en que se había convertido su vida y su país. Su historia es el arquetipo, la epopeya de la crueldad y la traición, de la cobardía de unas Fuerzas Armadas que no tenían otra arma que el horror. Ya se sabe: la infiltración de la Armada, la desaparición forzada de diez familiares y dos religiosas, la aparición de cuerpos en la costa atlántica a la espera de recibir un nombre, un sueño, una tumba.
La visita comienza en el parque, con la elocuencia de Maco Somigliana, miembro del equipo argentino de antropología forense, una de esas curiosas paradojas de nuestra historia reciente: un equipo de científicos que nos llena de orgullo por un trabajo que hubiéramos deseado que nunca debiera realizarse. Maco es el gran ejemplo de endurecerse pero sin perder la ternura jamás: nos cuenta desde su altura cómo se organizaron, cómo comenzaron una aventura sin precedentes, sin orillas y hasta con pocas herramientas científicas en qué apoyarse: cuando comenzaron, la identificación de restos por análisis de ADN estaba en sus comienzos y debían basarse necesariamente en huesos, muelas, alturas, historias familiares, jirones de ropas.
Y acá me sale el investigador de adentro: cuánto orgullo por lo ajeno; sentir que, por una vez, lo que estudiamos, lo que hacemos, lo que inventamos sirve para algo más que nosotros mismos, nuestros papers y nuestros ascensos: de pronto la ciencia se hace gigante, ayuda a entender, a poner nombres, a algo que se repetirá a lo largo de la tarde y cuesta un poco asimilar: el alivio de, más allá del dolor, por fin poder vivir las muertes y los duelos.
Luego Mabel Careaga nos vuelve memoria, hojas de invierno: cuenta la historia de su madre, también científica (otra vez la ciencia), solidaria, luchadora de causas justas y eternas. Y sí, escuchamos a una hija hablando de su mamá, con el amor que no pueden romper la muerte, el terror o el Sitio. Mabel termina con un estremecimiento:
“Cuando las madres decidieron volver a la Plaza luego del secuestro del grupo de la Santa Cruz, le pusieron un punto final a la dictadura militar”. Segundo orgullo de esta tarde tan fría: ya pasó la ciencia, ahora les toca a las madres que sí, siguieron allí pese a todo, pese a un país que tardó en entenderlas y valorarlas en toda su grandeza.
Por fin se juntan las historias: en 2003 Maco y el equipo de antropólogos identificaron cinco restos humanos (que habían sido encontrados en la costa, como si el mar no quisiera saber nada con tal ignominia, y acabaron enterrados como NN en el cementerio de Gral. Lavalle) como algunos de los asesinados del grupo de la Santa Cruz… y allí estaba, íntegra en el recuerdo, la mamá de Mabel, hoy sepultada en la misma iglesia de la que había sido arrancada con toda la violencia del peor de los horrores, el verdadero terrorismo.
Tomamos aire, nos apretamos para sentir que estamos acompañados… y entramos al Sitio. No es éste el espacio para describirlo, pero basta decir que el Sitio cumple su función: se nos apagan los huesos, se hiela el aliento al pasar por nombres tétricos como capucha, capuchita, la maternidad, las cuchas, las marcas en la pared, lo que ni siquiera se puede imaginar. También están las marcas del intento de borrar el lugar para que no se lo pudiera imaginar, ni relatar, ni documentar: huecos tapiados, paredes con cirugía plástica, las ironías de un léxico que nos taladra toda realidad –la avenida de la felicidad, los traslados, la sala de prensa.
En el medio, la tarea también heroica de los sobrevivientes, de quienes pudieron contar, reconstruir, trazar planos, esconder fotografías, la gimnasia de pasarse nombres porque alguien, al menos un alguien, tenía que salir vivo del infierno y ayudar a que se supiera. Sí: ayudaron, y cómo, todas esas historias para empezar a vislumbrar la verdadera dimensión de las desapariciones, los bebés nacidos entre estas celdas, la planificación de la oscuridad.
Maco nos cuenta parte de este destino: la identificación de esos cadáveres de madres y religiosas. De pronto, otra señal de que la historia nos acompaña: cuando narran la fantochada de la foto de las monjas simulando un secuestro de Montoneros alguien, exactamente a mi lado, aparece de la nada y trae de su memoria el momento en que los militares le ordenaron –sí, a él, a mi vecino de visita– pintar una bandera para hacer más realista la ficción del secuestro.
Es el pasado que no pasa, que se hace presente aquí nomás y nos sorprende con la guardia baja.
Quizá sea esto lo más tangible de La Visita de las Cinco: su realidad, la solidez de estas paredes que gritan y tienen que seguir haciéndolo. ¿Qué argumento, qué negación soporta la evidencia de un edificio que habla?
Para el final de la Visita, algo de alivio: nombres y nombres que se mueven por las paredes, como si fueran los créditos de cierre de una película que no queremos, pero debemos, ver. Pero esta vez son otras caras y otros nombres: los juzgados, los condenados y los que esperan.
Estremece, sí, pero ayuda a salir. Venzan al miedo, decía una carta en la época del terror. Y una buena forma de vencerlo es recordarlo.
Afuera siguen las nubes, las cotorras, los edificios.
Afuera siguen la poesía, la ciencia, la música, el fútbol; todo eso que miles no pudieron seguir. Siguen sus historias y sus recuerdos porque sí, porque es necesario, porque todos somos cronistas de esta historia y de nosotros mismos.
DIEGO GOLOMBEK obtuvo el Premio Konex a la divulgación científica en 2007. Como divulgador, participó de los programas de televisión Científicos Industria Argentina (TV Pública) y Proyecto G (Canal Encuentro). Editó la colección de libros Ciencia que ladra. Es profesor en la Universidad Nacional de Quilmes.